viernes, 16 de marzo de 2012

NANUQ Y TULIMAK

Aquel fue un gran día. Mi primera presa colgaba del tupiq. Ya era un hombre en el mundo Inuit. Los juegos quedaban ya atrás. La luz del fuego iluminaba su cara convirtiendo el frio en calor. Tulimak me ofreció un trozo de foca en un recipiente de madera. Aquel que había pertenecido a su familia y en el estaba grabado un gran oso polar. En el momento en el que sus blancas manos rozaron las mías, dos pequeñas luciérnagas se asomaron a sus ojos, brillantes, reflejando el fuego, haciendo que éste naciera en ella. Su mirada no se la dirigía ya al pequeño Nanuq, sino al cazador de focas, al hombre nuevo. Un mechón de su pelo, negro como la noche escondía parte de su sonrisa . Bajó su mirada y llevó sus manos a sus rodillas. Así, en silencio me observaba de vez en cuando. Me incorporé. Ella hizo lo mismo y nos quedamos en silencio escuchando el crepitar del fuego y el silbido del viento. Extendí mis manos y ella posó sus palmas en las mías. La luz hacía nacer sombras que bailaban en las pieles del tupiq. Le retiré el pelo de la cara. Elevó su mirada y poco a poco, tímidamente, fuimos acercando nuestras narices. En un gesto que me pareció eterno mi nariz logró rozar la suya y así comenzó el baile lento de las cabezas ladeándose, subiendo, bajando, en momentos casi sin llegar a tocarse. Ese aire intermedio era inmenso y de nuevo esa sensación de mi piel en su piel. El mundo se hizo tan pequeño que nos convertimos en dos gigantes en medio del hielo. Aún hoy, cierro mis ojos, ladeo mi cabeza de lado a lado y siento a mi pequeña Tulimak, siento nuestro primer beso.

viernes, 9 de marzo de 2012

Stress

Aquella noche se presentaba muy oscura. Normal, pensó. No llovía. Las llaves tintineaban en la puerta cada vez que un camión pasaba por la carretera llena de baches. Era muy feliz, aunque le fastidiaba que el perro sacase la lengua a la hora de cenar. Se encerró en el baño. Se miró al espejo y creyó estar teniendo una pesadilla. Allí en aquel cristal el que se reflejaba era ni más ni menos que el cabronazo de su jefe. Ya no le importó que el perro sacase la lengua. Que la vecina del cuarto le destiñese siempre la ropa con vino tinto. La jodida tenía la costumbre de cenar apoyada en la ventana para no manchar la cocina con miguitas de pan. Ya no le molestaba eso, ni siquiera el sonido de las llaves ni el insomnio que le provocaban las lucecitas que los del 1ºA se habían olvidado de desenchufar desde las navidades, ni el Papa Noel ya podrido que seguía colgado y que se había convertido en nido de palomas. Pero que su reflejo fuera la cara del cabronazo del jefe, no, eso ya no. Siempre que salía del trabajo corría calle arriba antes de que cerrara el ciego para comprarle un cupón. Su deseo siempre el mismo. Aunque sea poco, pero suficiente para partirle la cara a este tio y marcharme feliz. . Seguía sin llover. En la televisión alguien discutía por unas fotos de una que se casó después con otro por lo del dinero. Apagó pensativo. La lengua del perro le recordó que debía cenar algo. Abrió la nevera y comprobó que en la Antártida casi no hay vida. Un paisaje helado y vacio se mostró ante el. Una cebolla como escondiéndose y tres huevos que ya sabían que no serían pollos eran los únicos supervivientes. Puso una sartén en el fuego. Se vio reflejado en la ventana de la cocina. Otra vez estaba ahí ese careto, esa barriga creciente, esas manos regordetas. Su enfado iba en aumento. Cascó los huevos con rabia. El cuchillo atravesaba la cebolla de forma vengativa. La sartén rebosaba. De vez en cuando su mirada volvía a la ventana. Y ya no lo dudó. Con un par de narices avanzó con la sarten en la mano hacia aquella imagen reflejada y le estampo un cabezado tremendo. Ruido de cristales. No lo dudó ya y denunció a su jefe por maltrato.